El consiliario de Manos Unidas Valencia, José Domenech, ha impartido un retiro a los voluntarios con motivo del tiempo de adviento. “El adviento es un tiempo hermoso, pero muy conocido. Y parece que si es algo ya muy conocido, poco hay que añadir. […] Porque el adviento es un tiempo de preparación para la Navidad, gran acontecimiento que recordamos”, ha explicado nuestro consiliario.
Reproducimos las enseñanzas recibidas en este caluroso Retiro de Adviento:
“Podría parecer que el adviento en sí no tiene consistencia, que está totalmente volcado en la espera y preparación de la Navidad. Con lo que no es un tiempo que goza de un gran contenido ni que ofrece algo propio. Simplemente, es una antesala, donde dejar el abrigo y el paraguas antes de pasar a la celebración de la fiesta y el banquete. Por eso, creo que hoy nos conviene mirar un poco lo que la Iglesia nos ha ido proponiendo a lo largo de este adviento, porque nos puede ayudar a valorarlo mucho más de lo que lo hacemos.
El adviento empieza siempre de una manera muy peculiar. El año litúrgico lo acabamos con la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. El evangelio de ese domingo corresponde al diálogo de Jesús con Pilato durante la Pasión, en el que afirma que es verdaderamente rey, pero que su reino no es de este mundo. Es una invitación clara a descubrir la realeza y majestad de Cristo en lo que realmente cuenta, y no en lo que se ve. Pues justo a continuación, al domingo siguiente, en el que empezamos el adviento, las lecturas y las oraciones de la misa nos presentan algo que puede desconcertar.
Porque no nos hablan de primeras de un anuncio de lo que vamos a celebrar en pocas semanas. La primera parte del adviento nos sitúa en un escenario muy distinto: no nos anticipa el pesebre de Belén, sino el momento del fin de los tiempos, el juicio final. Y lo hace con un discurso apocalíptico. Es paradójico que el adviento se inicie con la consideración del final de los tiempos, cuando en medio de grandes sufrimientos y persecuciones se produzca la venida gloriosa de Jesucristo. ¿Por qué la Iglesia hace esto? Parece que es necesaria una reflexión para entenderlo. Porque si no, podemos pasar de puntillas sobre el asunto, ya que estamos muy volcados en lo que celebraremos en unos pocos días.
Se me ocurrían un par de motivos para poder explicarlo. El primero es que si el adviento es un tiempo de preparación, qué mejor manera de prepararse que proponiendo una conversión seria. Y si se nos presenta la venida gloriosa de Cristo al principio, junto con todas las persecuciones y tribulaciones, es para alentarnos y que nos decidamos firmemente a vivir el adviento en clave de conversión. Que nos determinemos, a toda costa, a buscar nuestra conversión. El final de los tiempos, con el juicio final que se nos cuenta, es un estímulo claro y poderoso para que busquemos nuestra propia conversión y no la demoremos más.
Por eso el evangelio del primer domingo de adviento contiene una llamada a velar y orar. El segundo motivo que se me ocurría, es el de que al considerar la venida gloriosa de Cristo, con gran poder y majestad, acompañado por sus ángeles, que viene entre las nubes del cielo, presentar su segunda venida nos ayuda a considerar su primera venida. Hay un gran contraste entre ambas venidas. La primera en pobreza, debilidad y humildad. La segunda con poder y gloria. Y presentarnos a Cristo glorioso nos ayuda a considerar la grandeza de Aquel que nace en Belén sin nada. Estos dos motivos son suficientes para establecer ya de principio lo que es el adviento y cómo debemos vivirlo.
Un tiempo de preparación, sí, previo a la Navidad y que nos prepara a celebrarla, desde luego. Pero mucho más que eso. Porque nos hace abrir los ojos al descubrir que toda nuestra vida está llamada a ser adviento. No sólo unas pocas semanas. Una vida entera. Porque nos ayuda mucho vivir en la espera de ese acontecimiento maravilloso que será ver al Señor. Porque nos llena de esperanza. Porque es vivir teniendo claro lo que importa, lo que espero, lo que creo, teniendo presente a Quien amo por encima de todas las cosas (o al menos lo intento), sabiendo que será un encuentro gozoso, y no algo terrible que me sorprenderá desprevenido y avergonzado.
El adviento es la perspectiva adecuada para vivir la propia vida. Porque nos enseña el horizonte al que nos encaminamos y que es fuente de esperanza y alegría permanente. De este modo, entendemos que el adviento no es sólo la antesala de la Navidad. Es una escuela de vida. Y por ello, las lecturas de los domingos de adviento son tan interesantes en este sentido. Ya hemos visto que el primer domingo de adviento nos da el tono general, con una invitación fuerte a la conversión y a la consideración de la importancia de las dos venidas del Señor. La primera venida en pobreza, debilidad y humildad, y la segunda en gloria, poder y majestad.
No podemos desvincular ambas venidas. Las dos nos hablan de Quién es el que viene, y por ello tenemos que considerarlas las dos juntas. Son inseparables. El que viene ahora en la carne, nacido de mujer, será el que vendrá sobre las nubes del cielo con gran poder. El que vino desnudo, le veremos volver revestido de majestad. El que vino en el silencio de una fría noche, vendrá entre los coros de los ángeles al son de las trompetas. El que llegó sin que lo viera casi nadie, será contemplado por todos inevitablemente. Es el mismo. Él, que es manso y humilde de corazón, es Rey del universo. Él, que se hizo uno de nosotros y nació desnudo y sin nada, es el que va vestido de belleza y majestad, al que la luz le envuelve como un manto.
El primer domingo de adviento nos abre enormemente los ojos. Y nos los abre a la verdad. Porque no podemos adorar de verdad al Niño, si no descubrimos su grandeza, ni podemos amar al Rey si no conocemos su humildad. No se ama lo que se teme, ni se adora lo que se ignora. Nadie temerá nunca a un Niño, y nuestro Rey quiere ser más amado que temido, por eso su primera venida fue humilde. Es un Rey que pide permiso para nacer, para presentarse, que se pone totalmente en nuestras manos, incapaz de defenderse, confiado totalmente al corazón de unos hombres débiles. Todo eso nos lo muestra el primer domingo de adviento. No lo podemos descuidar. No lo podemos pasar por alto.
El primer domingo es el pórtico en el que entender el adviento y la Navidad, y la vida entera. El segundo domingo de adviento, aunque este año al coincidir con la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María no hemos escuchado las mismas lecturas, es también muy interesante. Es un domingo que va muy unido al tercero, porque en ambos interviene Juan el Bautista. En el segundo domingo se nos dice que “vino la palabra de Dios sobre Juan en el desierto”, y que fue predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, citando el pasaje de Isaías: “Voz del que grita en el desierto, preparad el camino al Señor”. Es un domingo en el que se nos sigue invitando a la conversión, sin lugar a duda, a preparar el camino al Señor, que está viniendo. Eso es la conversión, preparar el camino al Señor. Y nos viene muy bien que se nos vuelva a insistir, tal y como hace el evangelio de ese domingo.
Hay un contraste entre la Palabra de Dios, que vino sobre Juan en el desierto, y la voz del que clama en el desierto. Palabra y voz. Juan es la voz, Cristo la Palabra. Juan, una vez cumplido su cometido, desaparece igual que el sonido de la voz que grita, mientras que lo que permanece es la palabra pronunciada.
El evangelio nos presenta ese contraste entre Juan y Aquel al que Juan anuncia. El que es la Palabra de Dios vino sobre Juan en el desierto. ¿Qué hay en el desierto? No hay nada, salvo silencio. La Palabra solo puede venir en el silencio. La conversión empieza por hacer silencio para poder acoger la palabra que Dios nos dirige, para poder acoger al que es la misma Palabra de Dios. El camino por el que llega el Señor, el camino por el que nos llega su Palabra es el silencio.
Por eso, para buscar la propia conversión, necesitamos hacer silencio en nosotros mismos, en nuestro interior. Un silencio interior que reclama un silencio exterior, para poder entrar en nosotros mismos. Un silencio que nos permita descubrir aquello que debemos retirar de nuestra vida, aquello que debemos ubicar en un lugar distinto para que el camino del Señor quede expedito, aquello que es necesario incorporar para que nada impida su venida. Un silencio que no es sólo reflexión, ni tampoco introspección, sino escucha atenta y diligente de su Palabra. Porque el que nos va a hablar es el que tiene palabras de vida eterna. No es un charlatán, al contrario. Como dijo San Juan de la Cruz: “una sola Palabra dijo Dios, y la dijo en el silencio”. Porque esa es la Palabra que ha de nacer, como dice el libro de la Sabiduría: “Cuando un silencio apacible lo envolvía todo, y la noche llegaba a la mitad de su carrera, tu palabra omnipotente se lanzó desde el cielo, desde el trono real” (Sab 18, 14-15).
La Palabra de Dios quiere lanzarse desde el cielo, y para ello necesita el silencio. El silencio es el primer paso del camino de la conversión. Porque la conversión comienza por la escucha de la Palabra de Dios. Esa enseñanza que nos ofrece el evangelio del segundo domingo de adviento, es una enseñanza que nos ayuda durante toda la vida, no solo en adviento. Porque toda la vida debemos buscar escuchar la Palabra de Dios, y para ello tenemos que hacer silencio, acudir al desierto, que muchas veces se asemeja a nuestra oración, en la que nos parece estar solos, en la que no encontramos respuestas. El desierto es un lugar privilegiado de encuentro, en el que no tenemos que estar pendientes de quedar bien ni de apariencias ni nada de todo eso que se llaman respetos humanos. El desierto y el silencio han de ser una parte importante en nuestra vida, para que nuestra vida se convierta en el camino preparado al Señor. Una vida lograda es aquella en la que se produce el encuentro con el Señor. Y la primera etapa de este camino es el silencio y el desierto.
Pero como somos un poco despistados, para que nadie confunda el significado espiritual del desierto con su significado literal, tenemos el tercer domingo de adviento. Con el mismo Juan el Bautista de protagonista. Que si aparece estos dos domingos es para ayudarnos realmente a ver cómo avanzar por el desierto, cómo hacer desierto en nuestra vida, cómo preparar el camino al Señor. Porque en este tercer domingo que acabamos de celebrar, se nos presenta de nuevo a Juan el Bautista, pero esta vez rodeado de mucha gente.
Ya no está solo, muchos son los que han ido a verle, porque resuenan en ellos las palabras con las que les invita a la conversión. Y porque quieren convertirse realmente. Son muchos los que saben que en sus vidas es preciso que se produzca un cambio, que no todo está bien como está, que para preparar el camino al Señor es necesario disponerse, que el encuentro no es posible si somos indiferentes. Entre esa mucha gente estamos nosotros. Sabemos bien que hay cosas que tenemos que cambiar en nuestra vida. No todo es estupendo, no lo hacemos todo bien, tenemos manías, vicios, nos aferramos a costumbres y comodidades que en nada nos ayudan a nosotros, y menos al prójimo. Cuando hacemos silencio, sabemos reconocer esta situación, ponerle nombre. Cuando escuchamos la Palabra de Dios, como Juan el Bautista y como los que le escuchaban a él, reconocemos una necesidad de poner orden en nuestra vida, de reubicar ciertas cosas, de salir de nosotros mismos para de verdad amar a Dios y al prójimo.
Por eso hemos venido al retiro, igual que la gente fue buscando a Juan el Bautista. Y para aclararnos lo que es el desierto, cómo tenemos que hacer ese desierto o qué supone hacer silencio y buscar un desierto, el evangelio de este tercer domingo de adviento es muy clarificador. Porque lo que la gente le pregunta a Juan es una cosa muy sencilla. Es la pregunta que hacemos cuando estamos desorientados, cuando buscamos una ayuda que nos ponga en el camino adecuado, ese empezar por lo fundamental.
La pregunta que le hace la gente es ¿Qué debemos hacer? Todos nos lo hemos preguntado. Es normal desear saber lo que debemos hacer. Es el primer paso de la conversión, hacer silencio y que surja el interrogante de hacia dónde encaminar nuestra conversión, sus primeros pasos. Pues la respuesta a esa pregunta que por tres veces se le hace a Juan el Bautista es sencilla. No les dice “haced como yo”, no les indica que se retiren al desierto como él, que lleven una vida eremítica y ascética, que le imiten. No les dice que se vistan con piel de camello, como él, que vivan en el desierto y se alimenten de saltamontes. Eso es lo que habríamos dicho nosotros, poniéndonos de ejemplo. Si me preguntas qué debes hacer, te contestaré que hagas como yo.
En este caso es todo lo contrario. La respuesta de Juan el Bautista no les lleva a salir de su realidad concreta, ni a dejarlo todo atrás para ser otros totalmente diferentes, sino que les sitúa la conversión en su realidad concreta y cotidiana. Ahí es donde más nos cuesta, y sin embargo es donde debemos convertirnos. Ni siquiera a los publicanos les dice que dejen de cobrar impuestos, sino que no cobren más de lo debido. Y a los soldados que se conformen con la paga y que no hagan extorsión a nadie. No les dice que dejen de ser quien son. La conversión consiste en ser bien lo que se es. Eso es lo que nos enseña este tercer domingo de adviento.
La conversión no consiste en intentar ser otro, sino en ser bien quien soy y lo que soy. ¿Soy padre? Mi conversión pasa por ser bien aquello que soy, en mi realidad concreta. No tengo que ser el padre ideal, sino ser bien lo que ya soy. ¿Soy esposo? Pues lo mismo. ¿Soy voluntario de Manos Unidas? ¿Soy católico? Pues en todo, porque la conversión es personal y debe afectar a todos los ámbitos de la persona, se me llama a la conversión en mi realidad concreta, no a escapar de mi realidad concreta. No se me pide que me llame de otra manera, ni que cambie mi apariencia ni mi presencia. Siendo yo, descubro que en mí hay mucho que cambiar, para ser verdaderamente yo y serlo bien. Y la primera vez que se le pregunta a Juan el Bautista acerca de lo que debemos hacer, él invita a vivir con desprendimiento, compartiendo generosamente ropa y comida, es decir, lo necesario para vivir.
El tercer domingo de adviento nos presenta una respuesta clara a qué es convertirse, a lo que tenemos que hacer. Pero no se queda sólo ahí, que ya sería mucho. Porque después de la pregunta acerca de lo que debemos hacer, continúa el evangelio presentándonos las expectativas del pueblo sobre Juan el Bautista y si sería él el mesías. Porque aunque tengamos claro que nos tenemos que convertir y por dónde tenemos que ir, cuando ya tenemos algo de experiencia nos damos cuenta que la conversión no es solo cuestión de esfuerzo personal, y que aquello de que “querer es poder”, no suele funcionar en todos los casos. La conversión no se logra con mis solas fuerzas, por eso, saber simplemente lo que debo hacer y quererlo hacer de corazón, no basta. La propia experiencia de incapacidad en mi conversión personal hace que necesariamente me abra a mirar fuera de mí y buscar quién me ayude. Mis dificultades y mis fracasos en convertirme, me sitúan en una expectativa y una esperanza nueva, porque mi debilidad está pidiendo un Salvador.
Esa es la segunda parte del evangelio del domingo tercero de adviento. No me basta saber lo que debo hacer, necesito al Salvador, al Mesías, al Señor. Yo sólo no consigo convertirme. Pero con el Señor, todo es posible. El bautismo de Juan es un bautismo de conversión, es decir, de hacer silencio, de introducirme en el desierto, de buscar poner orden en mi vida y ser bien quien soy en mi realidad concreta. Es un gran paso determinarse a ello. Pero hay una promesa en este tercer domingo que es mucho mayor de lo que logramos con nuestro esfuerzo. Porque el Salvador es el que nos bautizará con Espíritu Santo y fuego.
El que está por nacer, el que se nos presenta en el primer domingo como el que ha de volver, es el que ya ahora viene a bautizar con Espíritu Santo y fuego. Porque lo que quiere es habitar en mí, y busca purificar todo en mí. Eso que yo no consigo por mí mismo, va a ser él quien lo purifique con su fuego. Entonces siento en mí un deseo grande de que venga ya, porque lo necesito. Para ser bien lo que soy, para ser bien quien soy, necesito su venida. No sólo reconocerle en su primera venida, ni tan solo esperarle en su segunda venida. Mi debilidad reclama un Salvador que venga ya a mi encuentro. Que no se demore más, porque mi alma ansía al Salvador. Tengo sed de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?
Las lecturas de los domingos de adviento buscan acrecentar no sólo el deseo de prepararme, de buscar una conversión que me adecente, como un corte de pelo que me haga estar presentable. El adviento busca despertar en mí el deseo de ver a Dios, de verle y adorarle, de que venga y se haga presente en mi vida. Y para eso, el cuarto domingo de adviento es el indicado para situarnos ya en esa espera gozosa, en ese deseo profundo, en esa tensión que anhela al Salvador. Un deseo que nos pone en camino, como a María, que se fue deprisa a la montaña a ver a su prima Isabel.
También a nosotros nos apremia el amor que mueve a María. El Niño ya va en sus entrañas, y su corazón se expande en el deseo de verle ya. También nosotros lo presentimos cercano y sentimos verdadera necesidad de verle. Es la esperanza la que nos mantiene despiertos y el amor el que nos impulsa, igual que a María. Las palabras de Isabel vienen a confirmar aquello que esperamos. Porque lo que nos ha dicho el Señor se cumplirá, por eso somos bienaventurados, dichosos. Durante todo el adviento hemos ido escuchando una Palabra, la Palabra de Dios, que nos llama, que nos atrae, que nos abre a la esperanza, que nos enseña cómo somos, que nos hace descubrir nuestra necesidad y su grandeza, que nos hace caminar por la realidad concreta de cada uno con ojos nuevos, con una alegría que se apoya en la esperanza.
Todo resumido en la frase de Isabel: ¡bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá! Por eso el adviento es también una invitación a creer, a creer con todas nuestras fuerzas, que el Señor es justo y cumple aquello que promete. Que seremos bautizados en Espíritu Santo y fuego, el fuego de su amor. Que nuestra conversión es posible, que podemos ser bien aquello que somos, sin dejar de ser nosotros, sino siéndolo bien. El adviento nos enseña, que el que vino, vendrá, pero que sigue viniendo, que no se ha desentendido de nosotros. Que la llamada a preparar el camino del Señor es constante, que no solo es para unas pocas semanas, sino para la vida entera. Que estoy llamado a ser yo y a serlo bien, porque nadie me pide que sea otro.
El cuarto domingo de adviento está todo él inundado por la alegría: la alegría de dos madres que se encuentran, la alegría de Juan el Bautista aún antes de nacer, por la presencia del Emmanuel, el Dios con nosotros. Ese es el verdadero motivo de la alegría que rebosa el evangelio. Dios cumple sus promesas, y el Señor ha mirado nuestra necesidad y nuestra humildad, haciéndose uno con nosotros. Esa es la alegría a la que nos invita el adviento. Alegría, no sólo por buscar la conversión, no sólo por anhelar su venida, sino por su presencia en medio de nosotros. Ya queda poco para celebrar esta alegría, para poder entender que entre su primera venida y su segunda venida, el Señor se sigue haciendo presente y cumpliendo sus promesas.
Por ello, nuestra conversión es posible. El adviento no es un tiempo de relleno, ni de simple preparación para un tiempo más fuerte, ni un anticipo ni nada similar. El adviento es una escuela de vida que nos ayuda a crecer, a caminar, a reconocer hacia dónde vamos, que nos enseña cómo buscar nuestra conversión y que nos muestra ya a Aquel que vino, que viene y que vendrá”.