Acabar con el hambre exige un enfoque integrado que incluya los siguientes elementos: inversiones públicas y privadas para mejorar la productividad agrícola y ganadera de los pequeños agricultores; mejor acceso a los insumos, la tierra, los servicios, las tecnologías y los mercados; medidas para el fomento del desarrollo rural; protección social para los más vulnerables, incluido el refuerzo de su resiliencia ante los conflictos y los desastres naturales; y programas específicos de nutrición para hacer frente a las carencias en las madres y los niños menores de cinco años. Todo esto será posible si junto a las medidas económicas y políticas, impulsamos el compromiso de todos en la lucha contra el hambre. Todos, como personas, hermanos unos de otros, como ciudadanos o como consumidores tenemos la exigencia de actuar para acabar con el hambre.[1]
Pero, sin el compromiso solidario de todas las personas no se puede acabar con el hambre. En el discurso que el Papa Francisco dirigió a la Asamblea de la FAO, señaló la falta de solidaridad como el gran reto que hay que afrontar: “Nuestras sociedades se caracterizan por un creciente individualismo y por la división; esto termina privando a los más débiles de una vida digna y provocando revueltas contra las instituciones. Cuando falta la solidaridad en un país, se resiente todo el mundo. En efecto, la solidaridad es la actitud que hace a las personas capaces de salir al encuentro del otro y fundar sus relaciones mutuas en ese sentimiento de hermandad que va más allá de las diferencias y los límites e impulsa a buscar juntos el bien común”.[2]
La solidaridad con los pobres tiene una dimensión individual. No podemos eludir el deber de la generosidad, y debemos compartir nuestros bienes para lograr mejores condiciones de vida para los más pobres. Todos tenemos la posibilidad de colaborar económicamente con proyectos de seguridad alimentaria, nutrición y lucha contra el hambre, a través de alguna ONGD. Pero nuestro compromiso debe dirigirse también a otro tipo de acciones destinadas a crear un mundo más justo y fraterno.
Debemos consumir responsablemente en todos los ámbitos, no sólo en el alimenticio, y tener en cuenta que lo que desperdiciamos perjudica también a los más pobres. Valorar que, en general, las dietas más sanas para nosotros y el consumo más responsable, son también decisiones más sanas y justas para el resto de la humanidad.
Podemos influir en las empresas para que mejoren sus políticas y prácticas. Al comprar un producto u otro estamos premiando o castigando las prácticas de las empresas. Si compramos en las tiendas de comercio justo, podemos ayudar a los pequeños productores de los países más pobres. Debemos hacer una apuesta más clara por la agricultura y la ganadería locales. Podemos mejorar los consumos energéticos. Y, en definitiva, hacer una reflexión sobre nuestras decisiones de consumo y nuestras posibles acciones de incidencia para lograr un mundo mejor y más justo para todos.