Algunos de los niños sirios refugiados a los que apoya Manos Unidas son los nietos de Fátima, a quien encontramos en la última vivienda de Imán, el refugio en que se hacinan entre 30 y 40 familias provenientes de Siria. Fátima y su familia fueron los primeros en llegar a este complejo de viviendas abandonadas, un “campo de refugiados vertical”, que se localiza a las afueras de la localidad libanesa de Abra, cerca de Sidón. Al principio, sus únicos vecinos eran los lobos y los perros salvajes que merodeaban la zona.
“Todo fue muy difícil. De la noche a la mañana tuvimos que malvender todas nuestras pertenencias para escapar del peligro. Nos vimos aquí, solos y desprotegidos, intentando hacernos a un lugar desconocido en un país extraño”, relata Fátima que, a sus 63 años, se ha visto convertida en el sostén de parte de su familia. Junto a ella descansa un bebé, su última nieta: una niña a la que han llamado Hiba, “regalo de Dios”.
Además de la pequeña Hiba, en la casa viven otras diez personas: el marido de Fátima, Abed El Kader, de 77 años, que, con la mente rota por la guerra, vive en “su propio mundo” y Maher, el menor de los seis hijos del anciano matrimonio, que huyó de Siria con su segunda mujer y sus seis chavales. De ellos, los tres mayores, fruto de su primer matrimonio, presentan graves deficiencias físicas y psicológicas.
Fátima se enorgullece de que todos sus hijos saben leer y escribir. Y el tercero era profesor en la Universidad, “pero ahora no, ahora es solo otro refugiado más”, lamenta.
“Mi vida era muy bonita antes de la guerra”, asegura con nostalgia. “Teníamos una tienda y muchos animales. Y vivíamos casi todos juntos en el mismo edificio”. La mirada de Fátima se entristece al recordar el motivo de su huida al Líbano. “Mi nuera, la primera mujer de Maher, murió en un tiroteo cruzado cuando llevaba a mi nieto mayor al hospital, donde le trataban de un problema de corazón”, explica Fátima mientras acuna a la pequeña Hiba. “Mi nieto también resultó herido y ahora tiene muchas secuelas, pero no puedo llevarle al hospital. No encontramos quien le opere del corazón”, lamenta esta mujer que, de la noche a la mañana, tuvo que tomar la decisión más dolorosa de su vida. “Entonces fue cuando dejé de ser feliz”, asegura.
“Esto nos ha costado mucho, pero poco a poco lo vamos consiguiendo”, afirma, aunque se queja de las pocas ayudas que recibe. “Así no podemos vivir. Nos dicen una cosa y al final hacen otra. A veces me parece que están jugando con nosotros”, denuncia.
El hermano marista Miquel Cubeles pertenece a la Asociación Fratelli que, junto a organizaciones como Manos Unidas, acompañan y apoyan en su proceso de adaptación e integración, a estas personas que lo han perdido todo; muchas veces hasta la esperanza, explica: “Al principio, cuando llegó Fátima con su familia, el número de refugiados era mucho menos elevado. Recibían una ayuda mensual que le permitía hacer frente a los gastos”. “Ahora estas ayudas se van acabando y dependen de las políticas de ayuda a los refugiados que tengan los países”, informa el religioso español. “Por eso, la ayuda de la ONU no es constante y no pueden asegurar el apoyo a estas personas a largo plazo, lo que genera inseguridad en las familias porque, hasta hace poco, no tenían permitido trabajar”, asegura Cubeles.
“A mí lo que me mantiene viva es la esperanza. Eso es realmente lo que nos alimenta: la esperanza. Todas las noches, desde hace cinco, cuando me acuesto, sueño con volver a Siria”, revela Fátima.
Mientras llega el día de regresar a casa, Fátima y millones de personas refugiadas más, dependen del apoyo de organizaciones como Manos Unidas.