El terrorismo ha convertido a Burkina Faso en un hervidero de conflictos inacabables.
Burkina Faso era hasta hace unos años un país en paz, en el que convivían más de sesenta etnias y diversas religiones.
Desde 2015, tras el golpe de estado que derribó al presidente Blaise Compaoré, la situación cambió y se incrementó de forma exponencial la violencia de grupos islamistas, muchos de ellos infiltrados desde Malí y Níger.
El país sufre desde hace decenios graves injusticias sociales y estos grupos dirigieron sus primeros ataques a símbolos de esas injusticias: las minas de oro, cuyos beneficios no llegan nunca la población, y los bosques que antes eran comunales y en los que ahora se prohíbe cazar. Atacaron a los guardias forestales y a los trabajadores de las minas para, a continuación, ofrecer a la población el uso de estos espacios. Después iniciaron la ofensiva contra los símbolos del estado: cuarteles del ejército, policía y alcaldes, así como las escuelas, al considerar que perpetúan la ideología colonial. Por último, los ataque se dirigieron también a la población civil y a la Iglesia, considerada como un símbolo de Occidente que hay que destruir.
La violencia ha sumido al país en una gravísima crisis socioeconómica, con importantes conflictos intercomunitarios avivados por patrullas ciudadanas creadas para combatir a estos grupos. Los choques han provocado la huida masiva de la población en busca de zonas más seguras, en un contexto en el que el conflicto se ha generalizado por todo el territorio.
Según el último informe de la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCAH), los ataques armados y la inseguridad en las regiones del Este, Centro-Norte, Norte y zona del Sahel en Burkina Faso han provocado una emergencia humanitaria sin precedentes. Hay casi un millón de personas desplazadas internamente en Burkina, la mayoría de ellas fuera de los escasos campos de refugiados existentes. Estas poblaciones abandonan sus hogares y llegan a otras zonas cuya débil economía es incapaz de absorberlas. Algunas personas han encontrado refugio en casa de familiares o amigos, pero la mayoría sobrevive hacinada, a la intemperie, sin acceso a una alimentación básica, sanidad, educación, saneamiento o mínimas condiciones higiénicas.
Debido al recrudecimiento de la violencia contra la población civil, el número de personas que necesitan asistencia humanitaria aumenta cada día y se prevén nuevos desplazamientos de cientos de familias. Han cerrado más de 2.500 colegios y cerca de un millón y medio de personas no tiene acceso a la sanidad, ya que muchos centros de salud han cerrado o reducido su actividad. A pesar de los llamamientos a la comunidad internacional, solo se ha conseguido recaudar un 26 % de los recursos necesarios para ayudar a los casi tres millones de personas en situación de vulnerabilidad.
Para apoyar a la población desplazada, Manos Unidas ha canalizado su colaboración en diversas zonas del país a través de diversas asociaciones y CARITAS locales, financiando varios proyectos de emergencia con fines sanitarios, higiénicos y de seguridad alimentaria, y actualmente estamos trabajando para poner en marcha la construcción de una escuela destinada a la infancia desplazada en la ciudad de Kaya.
Texto de Fernanda Castillo y Carmen Levenfeld. Departamento de Proyectos de África.
Este artículo fue publicado en la Revista de Manos Unidas nº 214 (febrero-mayo 2021).