El vertido afecta a las comunidades indígenas de los ríos Coca y Napo.
El 28 de enero se produjo un nuevo derrame de 6.300 barriles de crudo a causa de la rotura del oleoducto que transporta el petróleo desde el norte de la Amazonía hasta el puerto de Esmeraldas en la costa ecuatoriana. Este derrame golpea de nuevo a los ríos Coca y Napo y afecta a decenas de comunidades indígenas como consecuencia de la contaminación de los cauces y riberas.
Hace menos de dos años, otro vertido de crudo en los ríos Coca y Napo afectó a cerca de 150 comunidades y cerca de 97.000 personas. Y la historia se repite.
Según un comunicado oficial de la empresa Oleoducto de Crudos Pesados Ecuador (OCP), operadora del ducto, la rotura ocurrió por la caída de una roca de ocho toneladas sobre el oleoducto debido a la fragilidad del suelo y las constantes lluvias en la zona. No obstante, según nos informa el Frente de Defensa de la Amazonía (FDA), socio local de Manos Unidas en la región, algunos habitantes aseveran que la causa de la rotura del tubo habría sido la presión del propio petróleo en un tramo en el que no se había soldado bien el ducto.
En cualquier caso, y con independencia de la causa principal de la rotura del tubo, lo cierto es que, según el Ministerio de Ambiente, Agua y Transición Ecológica, el petróleo derramado ha afectado a un área de 21.000 metros cuadrados, cubierta de vegetación y atravesada por riachuelos y ríos que desembocan en el río Coca, tributario del río Napo.
El FDA advierte que antes de que comenzaran las acciones para contener su flujo, el petróleo vertido ya había desembocado al río Coca por medio de los ríos Piedra Fina y Montana, así como por las pendientes, llegando al río Napo al día siguiente del derrame. Solo unos días más tarde del suceso, ya era evidente la afectación en la parte baja, a 100 kilómetros aproximadamente del origen del derrame: manchas de petróleo cubrían la arena, los escombros y la vegetación de las orillas, como se pudo observar en la zona de la parroquia San Carlos, en la Joya de los Sachas. Las afectaciones al suelo, agua y vegetación son evidentes e innegables.
De acuerdo con el Ministerio de Energía y Minas, los 6.300 barriles de crudo derramados han alcanzado zonas protegidas como el área del Yasuní, uno de los espacios más biodiversos del planeta, incluyendo el Parque Nacional Cayambe Coca, conocido por ser hábitat de especies protegidas y por ser la reserva que protege una de las principales provisiones de agua del país.
En las riberas de los ríos Coca y Napo se asientan decenas de comunidades, pertenecientes especialmente grupo indígena kichwa. Las familias dependen del agua de estos ríos para consumo doméstico, para pescar, para la cría de animales y para poder desplazarse de un lugar a otro de la cuenca, sobre todo en el caso del río Napo.
Por esta razón, la contaminación del agua de estos ríos afecta gravemente a la vida de estas comunidades, tanto por la importancia del agua para su modo de vida, como por las fuertes emanaciones tóxicas que se diseminan en el ambiente y que provocan problemas de salud como dolores de cabeza, mareos y náuseas.
En años anteriores también se sucedieron derrames de menor magnitud, ya que esa zona (la conocida como El Salado o el Reventador) es de alto riesgo por las frecuentes lluvias y las alteraciones sísmicas derivadas de la cercanía del volcán Reventador.
Pero el derrame de abril de 2020 fue especialmente grave: la rotura de los oleoductos de crudos pesados y el transecuatoriano (operado por la empresa estatal de petróleos, Petroecuador), provocó un derrame de más de 15 mil barriles. Como consecuencia, miles de indígenas kichwa, que viven a orillas de los ríos Coca y Napo, pasaron casi dos años sin agua potable, sin alimentos y sin un medioambiente saludable.
Las condiciones geológicas del suelo provocaron la erosión regresiva que ocasionó el derrame y, tanto los pobladores como las organizaciones que trabajan en la zona, aseguran que se podría haber evitado si se hubieran tomado las precauciones adecuadas, ya que la erosión empezó en febrero con la desaparición de la cascada de San Rafael.
Como señalaba Carlos Vicente Alconcé, responsable de proyectos de Manos Unidas en Ecuador, en un artículo publicado un año después, el sistema judicial del Ecuador rechazó la demanda de protección solicitada por las comunidades afectadas, aunque sí reconoció los impactos generados por el derrame: «Las comunidades tuvieron que resignarse con los pocos apoyos recibidos como parte de las acciones de mitigación iniciadas por la empresa operadora de los oleoductos, así como con otros apoyos provenientes de organizaciones internacionales como Manos Unidas», explicaba en aquel momento Alconcé.
«Desde la óptica de los derechos humanos, lo que está ocurriendo es una flagrante vulneración de los mismos –continuaba Alconcé en el mismo artículo–, ya que estas comunidades campesinas e indígenas han tenido que convivir por décadas con estos pasivos generados, directa o indirectamente, por la explotación petrolera, y ello a pesar de que la Constitución Ecuatoriana es garantista e incluso califica a la Naturaleza como sujeto de derechos».
La situación en la Amazonía es muy grave: los daños medioambientales amenazan de forma directa los modos de vida de más de 34 millones de personas de más de 400 pueblos indígenas, así como a su integridad física, cultural y espiritual.