África es un continente inmenso, con 54 países. Sólo nuestro país, la República Democrática del Congo, es un verdadero gigante, el segundo país más grande de África. Por eso no quiero hablar de la violencia en África, como si esta extensión inmensa de tierra, compuesta por tantos países, pueblos, razas y culturas, pudiera reducirse a un único país y a una única realidad. Me vienen las palabras que citaba el recientemente fallecido escritor Binyavanga Wainana en su texto How to write about Africa (Cómo escribir sobre África) en el que, de una manera magistral y llena de ironía, se refiere a los muchos tópicos que se usan al hablar de este continente.
Recientemente, hemos conocido la noticia de algunas muertes ocurridas en distintos lugares del continente africano como la de la Hna. Inés, en República Centroafricana, la de los misioneros salesianos Fernando Hernández y Antonio César en Burkina Fasso, o la del P. Landry Ibil en Mozambique – noticia menos difundida por tratarse quizás de un religioso congoleño. A partir de lo que he podido leer en las noticias, me parece que estas muertes tienen móviles distintos: un ataque yihadista en un caso, una posible venganza en otro caso, quizá comercio de órganos o temas de espíritus en otro… Es difícil unificar los motivos. Lo que sí tienen en común estas muertes violentas es que son las de personas que han dado su vida, amando, hasta el final.
Cuando a mí me preguntan qué me mueve y cómo han cambiado las cosas en República Democrática del Congo, mi respuesta es ésta: Respecto a lo que me mueve: Jesús, y mis hermanos. Ésta es la vida a la que Jesús me ha llamado y a la que yo he querido dar un sí. Y eso me hace feliz, aún en medio de las dificultades y complejidades propias de la existencia humana. Respecto a lo que ha cambiado en la República Democrática del Congo: muchas cosas. En enero tuvimos elecciones presidenciales, ha habido importantes medidas de descrispación política, la gente ahora puede manifestarse pacíficamente. El país sigue manteniendo muchos problemas, tales como el conflicto del Este, la epidemia de ébola (y otras enfermedades menos difundidas por los medios de comunicación, como el cólera, la malaria…), la decadencia de las infraestructuras y la falta de servicios básicos…
Pero también hay otro tipo de cambios, como las recientes mejoras introducidas en el sistema educativo, tanto en la enseñanza técnica como en la metodología del aprendizaje por situaciones o los progresos en el sistema sanitario gracias a los distintos programas de salud. Estamos rodeados por nueve países: Uganda, Ruanda, Burundi, Tanzania, Zambia, Angola, República del Congo, República Centroafricana y Sudán del Sur. Cada uno de nuestros vecinos tiene su problemática y eso ciertamente puede tener repercusiones en nuestro país. Y luego están los cambios que ha vivido nuestro poblado en los últimos 10 años: la creación de una nueva Escuela Primaria y la construcción de un nuevo Instituto, la realización del proyecto de abastecimiento de agua, la formación de 40 mujeres en situación de vulnerabilidad y exclusión, la introducción de la informática prácticas en el currículo gracias a la energía solar, los microcréditos que han ayudado a salir de la pobreza a mucha gente basándose en su propia iniciativa y creatividad…
Decir que tengo miedo por lo que ha pasado no tiene sentido. Siento mucho la muerte de estos hermanos nuestros misioneros y está muy cerca de mi vida y de mi corazón, pero lejos en las circunstancias que las han provocado. Por ejemplo, en mi experiencia hasta ahora en la provincia de Lualaba – al sur de la R.D.Congo, donde vivo desde hace 10 años – la convivencia con los musulmanes es buena, pacífica y serena. Un amigo musulmán, que se llama Muna y que tiene una farmacia en Kolwezi, nos ayuda mucho en el Hospital. Por las crecientes relaciones comerciales, la presencia del Islam es cada vez mayor, pero no presenta ningún problema, sino que es una riqueza y una oportunidad. Lo que sí está cerca es esa miseria que ahoga la vida de las personas, y que es fuente de crispación y de tensión continua, porque no puede haber paz sin justicia. Experimento la violencia en mi condición de mujer, en un país en el que hay muchísimo machismo, y la veo día a día en la realidad de muchas mujeres de nuestro medio rural de Kanzenze, el poblado donde vivo. Estoy expuesta a la violencia, pero no en mayor medida que muchas otras personas de este país y de nuestro mundo.
Mi vida no es más de admirar que la de cualquier otra persona que lucha por llevar su vida adelante con dignidad. No soy más valiente. No tiene más mérito. Admiro a las mujeres que llevan todo el peso que pueden y más para sacar adelante a sus hogares. Admiro a los campesinos que empujan sus bicicletas cargadas sacos de carbón, recorriendo muchísimos kilómetros, para ganarse el pan de cada día. Admiro a los padres de mis alumnos que hacen todo para que sus hijos vayan a la escuela. Admiro a quienes en cualquier lugar del mundo hacen sus labores cotidianas y su trabajo con alegría, con amor, con fidelidad, con el gusto que deja lo que está bien hecho.
Según la OMS, “la violencia es el uso intencional de la fuerza física, amenazas contra uno mismo, otra persona, un grupo o una comunidad que tiene como consecuencia o es muy probable que tenga como consecuencia un traumatismo, daños psicológicos, problemas de desarrollo o la muerte. Como lo constata el antropólogo René Girard, considerado el pensador de la violencia en el siglo XX, la violencia aparece desde los inicios de las culturas humanas, provocando mímesis –es decir, más violencia - y búsqueda de chivos expiatorios o culpables. Sólo el amor de Jesús, tan vulnerable en su inocencia, nos muestra un amor más fuerte que el odio de este mundo y nos trae – si queremos acogerla – la paz. Como decía recientemente Javier Melloni SJ en una confrontación con el filósofo José Cobo, “el modo de ser de Jesús es la entrega total. En la Cruz se concentra la ausencia y la presencia de Dios en todas las situaciones humanas. Perdonar es dar sin medida, detener y revertir el dinamismo inacabable de la violencia”. Es esa “belleza extrema de la donación” a la que el jesuita aludía, la fuente inacabable de nuestra esperanza y de nuestra alegría. Y de ella, nuestros hermanos Inés, Fernando, Antonio César y Landry – y muchos otros – han dado un precioso testimonio.
Me gustaría terminar refiriéndome al Hno. Christian de Thibirine, asesinado en Argelia en 1996. Para mí es un referente y un compañero de camino. Quisiera rezar con sus palabras y hacerlas mías. En su Testamento Espiritual, él escribía así:
Si un día me aconteciera (…), quisiera que mi comunidad, mi Iglesia y mi familia recordaran que mi vida ha sido donada a Dios y a este país; que aceptaran que el único Señor de todas las vidas no podría permanecer ajeno a esta muerte brutal; que rezaran por mí: ¿cómo ser digno de semejante ofrenda?; que supieran asociar esta muerte a muchas otras, igualmente violentas, abandonadas a la indiferencia y el anonimato.
Mi vida no vale más que otra. Tampoco vale menos. De todos modos, no tengo la inocencia de la infancia. He vivido lo suficiente como para saber que soy cómplice del mal que, ¡desgraciadamente!, parece prevalecer en el mundo, y también del que podría golpearme a ciegas.
Al llegar el momento, querría poder tener ese instante de lucidez que me permita pedir perdón a Dios y a mis hermanos en la humanidad, perdonando al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiere golpeado. No podría desear una muerte semejante. Me parece importante declararlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme del hecho de que este pueblo que amo fuera acusado indiscriminadamente de mi asesinato (…)
De esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios, porque parece haberla querido por entero para esta alegría, por encima de todo y a pesar de todo. En este gracias, en el que ya está dicho todo de mi vida, os incluyo a vosotros, por supuesto, amigos de ayer y de hoy, y a vosotros, amigos de aquí, junto con mi madre y mi padre, mis hermanas y mis hermanos, y a ellos, ¡céntuplo regalado como había sido prometido!
Y a ti también, amigo del último instante, que no sabrás lo que estés haciendo; sí, porque también por ti quiero decir este gracias, y este a-Dios, en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea dado volvernos a encontrar, ladrones colmados de gozo, en el Paraíso, si así le place a Dios, Padre nuestro, Padre de ambos. Amén. Inchalá