Si ha de ser nueva, la normalidad no puede repetir los graves errores del pasado.
Por su interés, reproducimos este artículo publicado en El Correo y firmado por María José Hernando, del departamento de Estudios de Manos Unidas.
Hace meses, como un mensaje salvífico destinado a sostener la esperanza y el ánimo en la pandemia, escuchábamos voces que clamaban por «la nueva normalidad». Provenían de políticos, instituciones internacionales y, sobre todo, del mercado.
La presión sobre los sistemas económicos, provocada por los confinamientos y sus respectivos parones, llevó a las autoridades a implementar medidas extraordinarias que permitieran a empresas, productores y consumidores recuperar, en lo posible, un volumen de actividad que pudiera levantar la economía, aun dando la sensación de que esta recuperación era prioritaria sobre la salud de las personas.
En realidad, no se referían a una nueva normalidad… Se trataba más bien de la antigua normalidad, caracterizada por una gran desigualdad entre los que tienen y los que no; entre los que disponen de acceso exclusivo a recursos que son de todos –sanidad, educación o alimentos de calidad– y los que carecen de las condiciones imprescindibles para una vida digna.
Y para volver a esa normalidad no se ha dudado en incentivar la producción y el consumo, intensificando el uso de energías fósiles, aun a costa de incrementar la emisión de gases de efecto invernadero y, por tanto, la aceleración del cambio climático, con sus nefastas consecuencias: aumento de inundaciones y sequías extremas, subida del nivel del mar por el vertiginoso deshielo de los glaciares y los polos, destrucción de ecosistemas, extinción de especies o drástica pérdida de biodiversidad.
La nueva normalidad en las comunidades del Sur sigue caracterizándose, mientras tanto, por el hambre, la pobreza, la miseria, la precariedad o la vulneración de los derechos humanos. Estos casi dos años de pandemia no han significado sino un agravamiento de la «inhumana normalidad» que ya soportaban.
Los organismos internacionales –FAO, OMS o Banco Mundial, entre otros– dan cifras escandalosas. La actual crisis ha incrementado la vulnerabilidad de las personas empobrecidas, no solo por sus consecuencias para la salud, sino por ser una de las mayores debacles económicas desde principios del siglo XX. Los confinamientos y el cierre de fronteras, negocios y mercados han encarecido alimentos básicos como los cereales en casi un 40 % desde 2020, y han provocado un incremento del hambre (más de 800 millones de hambrientos en 2020) que complica todavía más la ya precaria salud de las poblaciones. La pobreza multidimensional –en salud, educación, vivienda, agua– afecta ya a más de 1.300 millones de personas y aumentará, a causa de la pandemia, en otros 500 millones.
El derecho a la salud para los más pobres se transgrede con la escasez o inaccesibilidad de hospitales en zonas rurales y urbanas, centros de salud desabastecidos, personal sanitario insuficiente, desatención de los colectivos más vulnerables, falta de vacunas y empeoramiento por olvido y abandono de otras dolencias endémicas como el dengue, el paludismo o la tuberculosis. Sobre el derecho a la educación se cierne la clausura de escuelas y el aumento de la brecha digital, lo que ha favorecido el abandono escolar y el riesgo para millones de niños y niñas de no volver nunca a la escuela, o que un número cada vez mayor hayan sido obligados al matrimonio forzoso o al trabajo esclavo.
Los defensores de derechos humanos y ambientales han sufrido el aumento de la violencia en forma de persecución, secuestros y asesinatos. Al igual que ha aumentado la violencia física y sexual contra las mujeres en el ámbito doméstico, los embarazos en adolescentes o los feminicidios. El derecho a un entorno saludable, por último, también se ha visto afectado por las cerca de 400 catástrofes provocadas por el cambio climático, que han llevado a casi 16 millones de personas a una situación de inseguridad alimentaria crítica en Centroamérica, el sudeste asiático y el Cuerno de África.
Mientras, como muestra de la desigualdad global, que no ha hecho sino crecer a causa de la pandemia, la fortuna de las diez personas más ricas del mundo creció en 540.000 millones de dólares desde marzo a diciembre de 2020, según la revista Forbes.
Así, si ha de ser nueva, la normalidad no puede o no debe repetir los graves errores del pasado. En lugar de unas relaciones sociales caracterizadas por el egoísmo, el consumismo exacerbado, y un maltrato a la naturaleza sin precedentes, debemos construir la nueva normalidad desde los últimos, los que no cuentan, los descartados. A ellos, en primer lugar, es a quienes hay que restituir su dignidad. Para conseguirlo es necesaria la participación y el compromiso de toda la humanidad; un cambio en las actitudes y los comportamientos para crear unas relaciones más fraternas y pacíficas, y un desarrollo más humano y sostenible en un planeta sano.
Texto de María José Hernando. Departamento de Estudios de Manos Unidas. Artículo publicado originalmente en El Correo.